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Si algo deberíamos haber aprendido este año, es que la distribución de recursos y el establecimiento de prioridades tienen que interpretar un anhelo colectivo y una voluntad de construcción de futuro, más que representar una disputa de intereses.

El término presupuesto oscila en significado desde una operación contable que ajusta ingresos y egresos, hasta una conjetura imperfectamentante fundamentada acerca de lo que depara el futuro. En nuestro país, además, y casi sintetizando ambos alcances, es un pormenorizado registro de actividades a ser financiadas, que el gobiern propone el último día de septiembre para que se discuta durante dos meses en el parlamento.

No sabemos si la capacidad predictiva al 30 de septiembre de 2020 es muy superior a la de la misma fecha de 2019; pero esperemos que, transcurrido este último año, al menos hayamos aprendido que lo normal puede dejar de serlo y que lo que se había naturalizado puede pasar súbitamente a ser percibido como monstruoso.

Deberíamos al menos tomar conciencia de que la sociedad es un sistema complejo no reducible a una suma de individuos o de grupos de interés. O que la cohesión social requiere que interioricemos la idea de bien común. Y que ese es un objetivo principal de la educación pública, al formar ciudadanos en ambientes pluralistas y solidarios donde nos reconozcamos y valoremos recíprocamente.

Para que la educación sea un derecho, el sistema público debe garantizar que cada individuo pueda efectivamente expresar su potencial. Sin eso, reclamar prerrogativas individuales no tiene sentido. Al mismo tiempo, la sociedad toda se beneficia de la mayor calidad del aporte de cada uno de sus integrantes. Sin educación pública ni Mistral ni Neruda hubieran desarrollado su genio y Chile no tendría Premios Nobel.

Idéntico razonamiento impulsó al profesor Fernando Mönckeberg a considerar la desnutrición infantil como un drama dual que afecta el desarrollo del sistema nervioso central de un niño, a la vez que hace imposible para un país salir del subdesarrollo.

Recientemente nuestra Universidad ha iniciado un proyecto conjunto con la comunidad del Instituto Nacional y con la Municipalidad de Santiago. Este gesto se enraíza profundamente en la historia de la República. Además, reafirma una voluntad de articular verticalmente todos los niveles de nuestra educación pública, requisito clave para establecer un diálogo intergeneracional. Si hemos de optar por el entendimiento en vez de la represión, debemos aproximarnos a las emociones y razonamientos que impulsan las conductas de los jóvenes.

Ya por décadas el sector salud ha enfatizado la atención terciaria, donde fluyen las transacciones gananciales por prestaciones. Hoy nos preguntamos cuanto mejor hubiéramos enfrentado la pandemia si hubiéramos contado con un sistema de atención primaria donde basar una estrategia de testeo-trazabilidad-aislamiento. Y cuanto mejor hubiéramos amortiguado sus consecuencias si hubiéramos tenido programas de salud mental comunitarios.

Al mismo tiempo, nuestro Hospital Clínico, que provee los especialistas esenciales para los sistemas de salud público y privado, no recibe apoyo alguno del sistema público de salud y no puede optar a los tratos ventajosos que hoy benefician al sector privado. (El ranking Scimago lo ubica primero en Chile y séptimo en América Latina, lo sigue una clínica privada en el lugar 23 de la región).

Saliendo de la pandemia habrá que definir si los recursos destinados a Ciencia y Tecnología son gastos suntuarios o inversiones imprescindibles. Después de la crisis económica de 2009 la Unión Europea otorgó muy alta prioridad a la inversión en ciencia y desarrollo tecnológico en las universidades. Hasta ahora, por decirlo atenuadamente, Chile no piensa en lo mismo.

Hace algunos años nuestro país contaba con un centro de producción de vacunas. Se tomó la aciaga decisión de cerrarlo aduciendo que resultaba más barato comprarlas en el extranjero. Quizás en algunos años veremos con igual conmiseración y arrepentimiento la decisión que podría tomarse hoy en el apoyo a la formación de jóvenes investigadores.

Hemos propuesto volver a producir vacunas como parte de los proyectos a desarrollar en nuestro Campus en Carén. Este nuevo Campus aspira precisamente a promover la transdisciplina, la hibridación de diversos saberes, como estrategia necesaria para abordar materias desde una sola disciplina, tales como medioambiente, agua, energía o nutrición; todos ellos.

De estas resoluciones de salida de pandemia depende que cambiemos o no nuestra matriz productiva, una de las decisiones de mayor trascendencia política para el futuro del país. Pero tal cambio no se desprende del trato presupuestario que hoy reciben las universidades con mayor potencial de investigación; especialmente de la forma en que, para suplir los requerimientos de fondo adicionales que exige el programa de Gratuidad, se opta por disminuir aún más sus alicaídos fondos basales.

La pandemia también nos llamó a repensar el sentido de la vida y a buscar herramientas para enfrentar críticamente la realidad, revalorando así las artes y las humanidades. Tampoco eso se refleja en la asignación de prioridades de la supuesta lectura de los intereses del país cuando se disminuye drásticamente el apoyo a nuestra orquesta y ballet hasta hacerlos insostenibles. Apropiadamente este ítem hoy castigado se llama “actividades de interés nacional” que realiza la Universidad de chile en los distintos ámbitos del saber.

Pareciera que estamos perdiendo una oportunidad única de analizar sistémicamente la  educación superior. Necesario y postergado análisis sobre su rol en el futuro de ciencias y artes, y en promover la inclusión social para atenuar la desigualdad de oportunidades.

Este año, como en ningún otro momento, deberíamos ser capaces de ver el presupuesto de la nación no como una batahola de todos contra todos, habitual tergiversación del darwinismo, donde cada cual lucha por su supervivencia pretendiéndose, con candor irredento, que lo que resulte será bueno para el país. Quizás deberíamos más bien aprender de las lecciones dejadas por la pandemia acerca de la fallas estructurales de nuestro modelo de sociedad. Está claro que hace un año existía una apreciación equivocada de lo que la ciudadanía quería. Un año después, hay que evaluar si este presupuesto de la nación a ser discutido representa o no un canal de expresión de lo que los ciudadanos realmente anhelan.

Porque sería trágico que, valga la polisemia, este presupuesto presuponga que en Chile en el último año no ha ocurrido casi nada relevante.

 

Fuente: El Mercurio

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