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La paradoja que representa el hecho de que las celebraciones del Bicentenario de la nación estén cruzadas por la huelga de hambre de 34 dirigentes mapuches que se encuentran encarcelados, acusados de diversos delitos y juzgados por la Ley Antiterrorista, es tratada por el Prof. del Instituto de Asuntos Públicos, Rodrigo Egaña, quien expresa: “Una mesa de diálogo sólo será fructífera si de una vez por todas se asume que discusiones de larga data deben terminar y se deben aprobar disposiciones que muestren que la sociedad reconoce a los pueblos indígenas como tales”.

Si bien la tarea más importante del momento es alcanzar acuerdos que impidan un fatal desenlace, no es menos importante preguntarnos por qué nuevamente como sociedad estamos enfrentados a una disyuntiva frente a la cual una parte de nuestra comunidad se ve obligada a usar métodos extremos para llamar la atención sobre sus demandas y el resto se debate entre discusiones de corte jurídico o socioeconómico sobre lo hecho en el pasado y lo que debería emprenderse a futuro.

Durante los cuatro gobiernos de la Concertación se lograron avances importantes en materia indígena. Ahí están en Acuerdo de Nueva Imperial de 1989, la constitución de la CEPI, la Ley Indígena con la creación de la CONADI y el Fondo de Tierras, el Informe sobre Verdad Histórica y Nuevo Trato del 2003, el Programa Orígenes, la política Reconocer: Pacto Social por la Multiculturalidad y la aprobación del Convenio 169 de la OIT.

Progresivamente la política pública indígena fue asumiendo nuevos desafíos que surgían de demandas permanentes de los pueblos originarios, a pesar que su concepción e implementación dejaran varios asuntos pendientes. Por eso fue necesario durante el Gobierno de la Presidenta Michelle Bachelet definir un nuevo enfoque para la política indígena que se caracterizara por dejar de lado la consideración de los pueblos indígenas como grupos en pobreza para pasar a considerarlos pueblos con derechos. Asimismo asumir que el tema indígena no era sólo un asunto de la CONADI sino que debía ser asumido transversalmente por el conjunto del gobierno. Si bien el Gobierno tenía mucha responsabilidad en la solución de los problemas de los pueblos, esta tarea debía ser asumida por el conjunto de los actores sociales, era fundamental encontrar una manera de establecer un diálogo permanente entre el Estado y los pueblos a partir de su heterogeneidad, y que la sociedad como conjunto debía abrirse a construir una sociedad multicultural.

La nueva política que se empezó a implementar en la segunda mitad del periodo presidencial enfrentaba las tres demandas principales de los pueblos indígenas, a saber, el reconocimiento constitucional y su plena participación en el sistema político; la recuperación de tierras y su puesta en producción; y la protección de sus tierras y territorios de los proyectos de inversión que se desean ejecutar en dichos terrenos, todo esto en el marco legal que definía el recientemente aprobado Convenio 169 de la OIT.

Ciertamente era necesario combinar respuestas a problemas urgentes con soluciones a demandas históricas. Se requería gran cohesión del Gobierno para actuar coordinadamente bajo una misma orientación, así como una acción política muy efectiva que permitiera avanzar en las reformas legales requeridas. Base de esta tarea era la construcción de un diálogo permanente y estructurado con la dirigencia indígena, tanto para escuchar sus planteamientos, como para incentivar su participación en la diversidad de programas que se estaban desarrollando.

En el mundo indígena no todos estaban comprometidos con el éxito de esta propuesta. Unos por desconfianza a partir de antiguas promesas no cumplidas; otros por considerar que las propuestas eran respuestas parciales a sus demandas; los más por la lentitud que caracteriza al accionar estatal. Pero había unos pocos que rechazaban de plano cualquier entendimiento con las autoridades del Estado y proponían un cambio radical en la estructura política del país y en la forma de inserción de los indígenas – especialmente mapuches – en ella.

La política Reconocer debía implementarse dentro de este campo de tensión, por una parte tratando de ampliar el diálogo y los acuerdos con la mayoría de las comunidades y por otra separando la política pública indígena de la política de seguridad ciudadana y de resguardo del orden público. El éxito sólo era posible si el conjunto del gobierno y de los actores políticos, económicos y sociales adherían a la política planteada, y no se dejaban guiar por las respuestas policiales y de orden público.

Ad portas de una elección presidencial y un posible cambio de signo político en la alianza gobernante, la dirigencia indígena intentó acelerar el cumplimiento de compromisos asumidos en la política Reconocer. Esto implicaba avanzar en el reconocimiento constitucional, en la correcta y plena implementación del Convenio 169, en completar la compra de tierras para las 115 comunidades priorizadas por la CONADI, en la aprobación de la creación del Ministerio de Asuntos Indígenas, el Consejo de Pueblos Indígenas y la reorganización de la CONADI, en la discusión de un marco regulatorio para la ejecución de inversiones en territorios indígenas, etc.

Lamentablemente la necesaria coordinación y coherencia gubernamental no fue suficiente y por lo tanto la eficacia de la acción pública en política indígena se fue deteriorando, pasando a tener mayor relevancia el control de ciertas acciones delictivas que se asumía que eran de responsabilidad de dirigentes mapuches. Esto se hizo manifiesto en la forma como la autoridad reaccionó frente a un par de hechos violentos, invocándose la Ley Antiterrorismo, ley que la Presidenta Bachelet se había comprometido a no utilizar en su gobierno. Más aún, la reacción policial frente a tomas de predios demandados por comunidades terminó con la muerte de un joven comunero, hecho que marcó un nuevo y profundo quiebre entre la dirigencia y sus comunidades con el Gobierno y sus autoridades. De ahí en adelante, era previsible visualizar cómo se iba a desarrollar el conflicto.

Los últimos meses del Gobierno anterior y los primeros del actual no han ayudado a disipar las desconfianzas acumuladas, a pesar de los anuncios de nuevos contenidos de la política pública indígena, la gran mayoría de los cuales no son sino continuidad de medidas tomadas a partir de la política Reconocer y otras nuevas, que no apuntan a entregar respuestas a demandas reales de las comunidades.

En este contexto se debe entender la huelga de hambre de los dirigentes detenidos por la Ley Antiterrorista. La posibilidad de ser condenados es alta y el tipo de condenas los puede llevar a pasar casi el resto de sus vidas en la cárcel. Frente a esta disyuntiva, y a partir de sus convicciones militantes, optan por asumir medidas extremas como es la huelga de hambre, huelga que es posible que estén dispuestos a mantener hasta un trágico final.

La posible salida a esta difícil situación debe combinar tanto las respuestas a las demandas inmediatas de los huelguistas – que no sean juzgados por la Ley Antiterrorista – como las soluciones a los problemas más estructurales que marcan la relación entre los pueblos originarios y el resto de la sociedad.

Ambas son resorte tanto del Gobierno como de la dirigencia política, empresarial y social del país. Una mesa de diálogo sólo será fructífera si de una vez por todas se asume que discusiones de larga data deben terminar y se deben aprobar disposiciones que muestren que la sociedad reconoce a los pueblos indígenas como tales, que está dispuesta a asumir que somos una comunidad multicultural y que estamos dispuestos a saldar la deuda histórica que tiene Chile con parte de sus habitantes.

Quizá este sería el mejor regalo que como sociedad nos pudiéramos dar en este Bicentenario.

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