Vivimos en tiempos de policrisis y aceleradas transformaciones. Crisis climática, económica e institucional, transformaciones tecnológicas, demográficas y culturales. Todo ocurre al mismo tiempo y a una velocidad que desborda nuestra capacidad de respuesta. La incertidumbre se ha vuelto parte del paisaje, y la sensación de vértigo atraviesa la vida cotidiana, las políticas públicas y la propia democracia. En este escenario, las brechas en ciencia y tecnología comienzan a delinear las nuevas dependencias globales. No se trata solo de producir más, sino de quién puede adaptarse —y quién quedará subordinado— en el mundo que viene.
En medio de este panorama, la innovación vuelve a ser tema de campaña… aunque cada vez menos. A diferencia de contiendas anteriores, donde al menos se prometían reformas, fondos o nuevas agencias, hoy la ciencia y la innovación aparecen apenas mencionadas —o derechamente ausentes— en los programas presidenciales. Si en el pasado nos frustrábamos porque se prometía el 1% del PIB en Investigación y Desarrollo y nunca se cumplía, ahora el problema es más profundo: ya ni siquiera se promete. Y cuando un país deja de imaginar su futuro desde el conocimiento, empieza a hipotecarlo.
Chile lleva más de tres décadas intentando construir un sistema de ciencia, tecnología e innovación. Ha creado ministerios, leyes, fondos y programas. Pero la estructura sigue siendo frágil. Con apenas 0,4% del PIB destinado a investigación —muy por debajo del promedio de la OCDE—, seguimos atrapados en la intermitencia: proyectos que nacen y mueren con los gobiernos, equipos que se desarman, redes que se disuelven por falta de continuidad. Lo que debería ser una estrategia nacional se ha convertido en una carrera de obstáculos marcada por la precariedad, la competencia y la desarticulación.
Esta fragilidad no es inevitable: es una decisión política. No invertir en conocimiento propio equivale a renunciar a la soberanía sobre nuestro futuro. Sin una base científica sólida y estable, dependemos de tecnologías importadas, de modelos diseñados para otros contextos, de decisiones tomadas lejos de nuestras realidades. Lo que se erosiona no es solo la competitividad, sino también nuestra capacidad colectiva de anticipar, aprender y adaptarnos. Porque innovar —de verdad— es una forma de resiliencia: la capacidad de transformarse frente a la incertidumbre sin perder el rumbo.
Las universidades públicas lo saben bien. Desde ellas se produce la mayor parte de la investigación nacional, y también los vínculos más profundos con los territorios. Son espacios donde la ciencia, la formación y el compromiso social se entrelazan. Pero sin financiamiento basal ni estabilidad institucional, su rol transformador se ve constantemente amenazado. Lo mismo ocurre con los centros de investigación que dependen de fondos concursables: la innovación se vuelve intermitente y el conocimiento, efímero.
Hablar de innovación no es hablar de eficiencia ni de gadgets. Es hablar de cómo una sociedad enfrenta el cambio sin quebrarse. Innovar es fortalecer los tejidos institucionales, sociales y territoriales que sostienen el conocimiento. Es desarrollar pensamiento crítico, cooperación y sentido de propósito. Es construir una ciencia conectada con la vida de las personas, con las necesidades reales del país y con la urgencia de hacer frente a los desafíos globales desde nuestras propias capacidades.
En una época donde los algoritmos moldean la información, la inteligencia artificial redefine el trabajo y el cambio climático reescribe los mapas, no podemos seguir abordando la innovación como un accesorio del mercado. Necesitamos una política de Estado que entienda el conocimiento como infraestructura esencial, al mismo nivel que la energía, el agua o las carreteras. Porque sin ciencia no hay desarrollo sostenible; sin innovación pública no hay resiliencia; y sin universidades fuertes, no hay futuro compartido.
Innovar en serio es más que una consigna electoral. Es un acto de cuidado y de lucidez colectiva. No se trata de prometer el futuro, sino de construirlo —con continuidad, propósito y visión de Estado— antes de que otros lo diseñen por nosotros.
Columna de Anahí Urquiza, Directora de Innovación de la Universidad de Chile y Coordinadora de la Red de Innovación CUECH, escrita en Cooperativa.cl