ConCiencia por favor

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Red de Innovación del CUECH

El domingo 16 de noviembre tuvimos una nueva primera vuelta presidencial. Ocho nombres en la papeleta y, tras el conteo, dos candidaturas que pasan a segunda vuelta: Jeannette Jara y José Antonio Kast. Durante las próximas semanas, la agenda pública se concentrará en ellos, en sus equipos y en sus relatos sobre el país. No es solo una disputa entre personas: vuelven a chocar, con otros matices y biografías, los dos polos históricos de nuestra política –izquierda y derecha– en un escenario donde electores han cruzado de un lado a otro, y donde el voto obligatorio ha traído también a las urnas a personas que no se sienten parte de ninguna de esas etiquetas.

Esta columna no pretende sumarse al análisis electoral. Quiero fijarme en otra cosa: en qué lugar ocupa la ciencia –y, en general, la evidencia– en los programas presidenciales. No hablo de las secciones donde se promete fortalecer (o no) el ecosistema de ciencia e innovación; ese es un debate que merece su propio espacio. Me refiero a algo más de base: ¿cómo usan, si es que usan, la evidencia para respaldar las propuestas que le hacen al país?

En una primera lectura, mirando los programas de cada candidatura, la impresión es que la ciencia y su evidencia está más bien ausente. Ambos documentos utilizan estadísticas para enmarcar los problemas: en el caso de Jara, las cifras ayudan a describir el contexto y a fijar metas cuantitativas; en el de Kast, los números subrayan la gravedad de la crisis económica, social y de seguridad, aunque con menos metas precisas en las soluciones.

Pero, en ambos, los datos aparecen casi siempre como hechos evidentes, sin explicar su origen, sin notas ni referencias visibles. Uno podría preguntarse: ¿de dónde salen exactamente estos números?, ¿qué estudios o series los respaldan?, ¿sobre qué base se construyen las promesas?

Sin embargo, cuando una se toma el tiempo de ir a la “segunda capa” de cada campaña, el panorama cambia y se vuelve más interesante.

En el caso de José Antonio Kast, su sitio web despliega una batería de planes específicos con nombres muy llamativos: “Plan Barrido Total”, “Plan Generación Dorada”, “#SinLicencia para estafar”, entre otros. En varios de esos documentos, la estrategia es clara: primero se presenta un diagnóstico con estadísticas, se señala de dónde vienen los datos y, a partir de ahí, se construye una posición política y un conjunto de medidas concretas. La ciencia, o al menos los datos, sí aparecen: hay cifras, fuentes mencionadas, tablas y gráficos. No siempre es evidente que la selección de datos sea equilibrada ni que la interpretación sea la única posible, pero se percibe un esfuerzo por anclar las propuestas en algún tipo de evidencia, más allá del eslogan. 

En el caso de Jeannette Jara, la lógica es distinta. Junto al programa general, su candidatura ha ido produciendo informes territoriales bajo el sello “Soluciones para Chile”: Padre Las Casas, Mejillones, Coyhaique, Rancagua, Valparaíso y otras comunas del país. Estos documentos son sistematizaciones de diálogos presenciales con comunidades, dirigentes sociales, gremios y vecinos, donde se recogen preocupaciones, urgencias y propuestas desde los propios territorios.

Lo que aparece ahí no son grandes series estadísticas, sino conocimiento situado: nubes de palabras sobre Chile y la comuna, listados de problemas prioritarios, anhelos, medidas que la gente implementaría “si fuera presidenta o presidente por un día”. La evidencia, en este caso, es cualitativa y participativa: experiencia vivida, diagnósticos comunitarios, voces que rara vez entran a la agenda nacional. 

Es decir: si miramos más allá de la portada de los programas, ambas candidaturas sí están usando evidencia, pero de modos muy distintos. Kast privilegia un lenguaje de datos duros, con estadísticas y fuentes señaladas (y estratégicamente seleccionadas) en sus planes sectoriales. Jara apuesta por procesos de diálogo ciudadano (probablemente adherentes) cuyo resultado se ordena y devuelve en informes sencillos, pensados para circular de vuelta en los mismos territorios. Uno se apoya más en números; el otro, en voces.

Ahora bien, que haya evidencia no significa que esté todo resuelto. En el caso de Kast, el desafío es cómo se seleccionan y se leen esos datos. ¿Se contrastan distintas fuentes? ¿Se reconocen las zonas de incertidumbre? ¿Se explicita cuando una propuesta responde más a una convicción ideológica que a un consenso técnico? Cualquier persona que haya trabajado con estadísticas sabe lo fácil que es construir un relato cerrando el foco solo en los números que convienen.

En el caso de Jara, el riesgo es otro: que los diálogos territoriales queden encapsulados como ejercicio participativo, “una linda experiencia”. Nubes de palabras que orientan deseos, pero que no respaldan decisiones. Sistematizar las voces es un paso relevante; pero falta mostrar con mayor claridad cómo esos insumos se cruzan con datos cuantitativos y con conocimiento científico acumulado.

Aquí es donde entra la discusión sobre ciencia y políticas públicas. Para autores como Dente y Subirats (2014), la toma de decisiones en el ámbito público es un proceso intrínsecamente complejo: intervienen actores políticos, burocráticos, grupos de interés, organizaciones de la sociedad civil, expertos y expertas. Cada cual mira el mismo problema desde preguntas diferentes: “¿me conviene?”, “¿es justo?”, “¿a quién beneficia o perjudica esta decisión?”. La evidencia científica, en ese escenario, es una voz más. Importante, pero no única.

Por eso se ha distinguido entre políticas basadas en evidencia y políticas informadas por evidencia. Las primeras aspiran a que los datos y la investigación indiquen, casi de forma directa, cuál es la solución correcta. Es una lógica tentadora, pero suele ignorar contextos, valores y conflictos; paradójicamente, la evidencia ha demostrado que la tecnocracia no sirve.

Las segundas, en cambio, reconocen que la ciencia no puede reemplazar la política, pero sí debe estar en la mesa, de manera visible, honesta y sistemática. La evidencia no decide sola, pero nadie debiera decidir como si la evidencia no existiera.

Si llevamos esto a los programas presidenciales, quizás las preguntas que deberíamos empezar a normalizar son otras:

  • ¿Qué sabemos –y qué no sabemos– sobre el problema que queremos enfrentar?
  • ¿Qué estudios, datos y experiencias previas se usaron para formular esta propuesta?
  • ¿Qué tanto de lo que se promete está apoyado en evidencia razonable y qué tanto responde derechamente a una apuesta valórica o ideológica?
  • ¿Cómo se combinan los datos cuantitativos, las voces ciudadanas y el conocimiento experto en el diseño de las medidas?

No se trata de convertir un programa presidencial en un paper con bibliografía interminable. Nadie quiere eso. Pero sí sería razonable exigir que las candidaturas hagan explícito, al menos, qué tipo de evidencia están usando y de qué manera la incorporan en sus diagnósticos, propuestas, y qué investigadores están apoyando estos análisis.

Por eso, el llamado es doble a las candidaturas:

Abran la puerta de par en par a la ciencia y a la evidencia en sus procesos programáticos, y háganlo explícito. Si sus medidas se apoyan en encuestas, en estudios académicos, en evaluaciones de políticas públicas, en procesos participativos, díganlo. Muéstrenlo. Expliquen también dónde están tomando decisiones “a pesar” de la evidencia, porque consideran que hay razones éticas o políticas de peso para hacerlo. Eso también es parte de la honestidad democrática.

Y a quienes votamos, nos toca elevar un poco la vara. No basta con programas llenos de buenas intenciones, ni tampoco con planes recargados de números sin contexto. ConCiencia por favor no es solo un juego (algo “naíf”) de palabras: es una invitación a que conciencia y ciencia caminen juntas cuando discutimos el futuro del país. No para tecnocratizarlo todo, sino para evitar que sigamos decidiendo a ciegas, entre eslóganes ingeniosos y diagnósticos a medias, en un momento en que la desinformación y la desconfianza ya nos pasan una cuenta demasiado alta.

Columnas de Beatriz Rahmer, Subdirectora de Innovación Social y Pública de la Universidad de Chile, publicada en El Mostrador

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